No me acuerdo de la invasión, no
me acuerdo de comentarios, noticias. Respondo que era muy pequeña, pero ella es
más joven que yo. Rio sin gracia, sin mostrar los dientes: “Realmente no me
acuerdo!” De lo que me acuerdo es siempre haber tenido miedo de ratones, más
que de cucarachas. Y de siempre soñar con ellos en tiempos de angustia,
preocupación. Una vez vi un video de un asado en la casa de mis padres en que
intento alertar a mi madre del paso de un ratón y ella me ignora. Me pareció
que no quería llamar la atención de los invitados para la presencia del animal
asqueroso que corría en la orilla de la cerca. No quería interrumpir su canto y
su soleado día de domingo y, por eso, ignoró completamente lo que dijo la niña
inconveniente.
Una amiga me contó también que
ya se miró por tanto tiempo en el espejo que la imagen quedó difusa y ella no
se reconoció más. Se transformó en un ser extraño. El reflejo era de alguien
más. “Nunca te pasó?” No, nunca. Creo que nunca pasé tanto tiempo mirándome en
espejo. Rápido encuentro un defecto, un incomodo y me voy. Le prometo
experimentar, pero me olvido, o finjo olvidarme. No sé si quiero mirarme por
tanto tiempo. Y si me disuelvo y desaparezco?
Y si no sé más quien soy?
Mi hija me pidió una petaca, “si
tu tuvieras una que no usas más”. Respondí, casi tragando el polvo compacto y
atragantándome con las palabras: “A esta hora de la mañana? No, no tengo una
petaca, no me preocupo con petacas. Si quiero mirarme en el espejo, voy al baño
y me miro”. Pero creo que no me miro. O no sé si me miro. Le respondo así y me
arrepiento. La prisa, la prisa termina con la delicadeza de los sueños, pequeños
como petacas, rotas. Le prometo, dar una mirada en otra hora para intentar
encontrar una petaca. Me acuerdo de los ratones, del miedo de los ratones y del
video del asado. El dolor de alertar a un adulto del peligro y ser ignorada.
Soy peor que mi madre. Por lo menos mi madre era dulce.
Ando sin aliento. Ando con
miedo. Voy a romper todas las petacas, mismo que no quiera, mismo sin querer.
Mismo que entienda que pueden reflejar sueños. Mi prisa, mi limitación. En cada
pedacito de espejo roto, tal vez, busque aquella delicadeza, aquel cariño y no
lo encuentre. Porque barrí todos los pedacitos violentamente para lejos. Porque
no sé cuidar.
Conté a otra amiga que casi me
ahogué en la piscina. Casi me ahogué en los 200 metros del calentamiento. Yo
que nado en el mar, que nado en el lago Paraná. Una burbuja de aire trancando
mi garganta, un latir del corazón que arrastró el cuerpo para el fondo y desordenó
brazos y piernas. “Me voy ahogar!” La voz en mi cabeza me dijo rigurosa y
fuerte: “No seas ridícula! Tu nadas mucho!” Persistí en la respiración. Tragué el aire, soltando un sonido parecido a
una persona que estuviera encadenada al fondo del mar y solo ahora se estuviera
desprendiendo y volviendo a la superficie. Solté de a poco el aire, observando
las burbujas que se formaban. Una vez y más otra y otra todavía. De a poco la
respiración se fue normalizando.
No me ahogué y no desistí de
nadar. No desisto, mismo que se muestre difícil, mismo que falle y me vea
imperfecta. No desisto y continuo, buscando equilibrar inspiración y
expiración, buscando aliento y calma, buscando claridad y verdad. No me rindo y
mantengo los ojos abiertos y la mente atenta para cambial el ritmo de las
brazadas si fuera necesario. Oigo el latir de mi corazón, su ritmo y su
arritmia, los dos importantes, para decidir si debo pausar o cambiar de dirección.
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