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Recuerdos, cambios y rumbos


Una amiga me dijo que en los años setenta, hubo una invasión de ratones en Brasilia y que ellos salían por el desague del bidé y entraban en los apartamientos de Asa Norte. Ella me pregunta si no me acuerdo. No me acuerdo. “En serio? No te acuerdas?” No me acuerdo.

No me acuerdo de la invasión, no me acuerdo de comentarios, noticias. Respondo que era muy pequeña, pero ella es más joven que yo. Rio sin gracia, sin mostrar los dientes: “Realmente no me acuerdo!” De lo que me acuerdo es siempre haber tenido miedo de ratones, más que de cucarachas. Y de siempre soñar con ellos en tiempos de angustia, preocupación. Una vez vi un video de un asado en la casa de mis padres en que intento alertar a mi madre del paso de un ratón y ella me ignora. Me pareció que no quería llamar la atención de los invitados para la presencia del animal asqueroso que corría en la orilla de la cerca. No quería interrumpir su canto y su soleado día de domingo y, por eso, ignoró completamente lo que dijo la niña inconveniente. 

Una amiga me contó también que ya se miró por tanto tiempo en el espejo que la imagen quedó difusa y ella no se reconoció más. Se transformó en un ser extraño. El reflejo era de alguien más. “Nunca te pasó?” No, nunca. Creo que nunca pasé tanto tiempo mirándome en espejo. Rápido encuentro un defecto, un incomodo y me voy. Le prometo experimentar, pero me olvido, o finjo olvidarme. No sé si quiero mirarme por tanto tiempo. Y si me disuelvo y desaparezco?  Y si no sé más quien soy?

Mi hija me pidió una petaca, “si tu tuvieras una que no usas más”. Respondí, casi tragando el polvo compacto y atragantándome con las palabras: “A esta hora de la mañana? No, no tengo una petaca, no me preocupo con petacas. Si quiero mirarme en el espejo, voy al baño y me miro”. Pero creo que no me miro. O no sé si me miro. Le respondo así y me arrepiento. La prisa, la prisa termina con la delicadeza de los sueños, pequeños como petacas, rotas. Le prometo, dar una mirada en otra hora para intentar encontrar una petaca. Me acuerdo de los ratones, del miedo de los ratones y del video del asado. El dolor de alertar a un adulto del peligro y ser ignorada. Soy peor que mi madre. Por lo menos mi madre era dulce.

Ando sin aliento. Ando con miedo. Voy a romper todas las petacas, mismo que no quiera, mismo sin querer. Mismo que entienda que pueden reflejar sueños. Mi prisa, mi limitación. En cada pedacito de espejo roto, tal vez, busque aquella delicadeza, aquel cariño y no lo encuentre. Porque barrí todos los pedacitos violentamente para lejos. Porque no sé cuidar.

Conté a otra amiga que casi me ahogué en la piscina. Casi me ahogué en los 200 metros del calentamiento. Yo que nado en el mar, que nado en el lago Paraná. Una burbuja de aire trancando mi garganta, un latir del corazón que arrastró el cuerpo para el fondo y desordenó brazos y piernas. “Me voy ahogar!” La voz en mi cabeza me dijo rigurosa y fuerte: “No seas ridícula! Tu nadas mucho!” Persistí en la respiración.  Tragué el aire, soltando un sonido parecido a una persona que estuviera encadenada al fondo del mar y solo ahora se estuviera desprendiendo y volviendo a la superficie. Solté de a poco el aire, observando las burbujas que se formaban. Una vez y más otra y otra todavía. De a poco la respiración se fue normalizando.

No me ahogué y no desistí de nadar. No desisto, mismo que se muestre difícil, mismo que falle y me vea imperfecta. No desisto y continuo, buscando equilibrar inspiración y expiración, buscando aliento y calma, buscando claridad y verdad. No me rindo y mantengo los ojos abiertos y la mente atenta para cambial el ritmo de las brazadas si fuera necesario. Oigo el latir de mi corazón, su ritmo y su arritmia, los dos importantes, para decidir si debo pausar o cambiar de dirección. 









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